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EDITORIAL

               

               Al redactar esa página el año pasado, no imaginaba que la realidad vendría tan rápido a comprobar mis comentarios. La pandemia provocada por el coronavirus en términos de contagio y las medidas de aislamiento social mostraron claramente la fragilidad de nuestro modelo de civilización y las consecuencias aún son meras especulaciones.

 

               Más que nunca, la humanidad enfrenta una grave cuestión de supervivencia. El calentamiento global en crecimiento vertiginoso, la desaparición masiva de los insectos polinizadores que amenaza la seguridad alimentaria, la extinción acelerada de la vida por causa de las actividades humanas, la deforestación desenfrenada que compromete el régimen de lluvias, son emblemáticos de esa mirada con la cual necesitamos ver nuestro futuro.

 

               El decrecimiento, que debería estar en el centro de los debates políticos, ni siquiera es considerado por nuestros gobernantes y como dice Pierre Rabhi: "Cultivar su jardín o desempeñar cualquier actividad creadora de autonomía será considerada como un acto político, un acto de legítima resistencia a la dependencia y a la esclavitud de la persona humana."
 
               Partiendo de esa constatación, y con mi visión de cuatro décadas de militancia ecológica, se construyó esta propuesta que, más allá de las perspectivas económicas o ambientales, es, antes de todo, un proyecto de vida bajo los auspicios del buen sentido.
 
Lucas
 
 
 

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